El multiverso, o la vuelta a casa del que tiene dos hogares

El final de las vacaciones es traumático para mí desde hace pocos años. Durante la mayor parte de mi vida estaba deseando volver al colegio, a la universidad o incluso al trabajo porque en verano me aburría. Sin embargo, ahora que ya soy “adulta” y empieza a pesar sobre mí el agotamiento crónico del trabajador después de seis años de curro sin altos, cada vuelta a Madrid me surge la misma duda. ¿Cuántos años más me quedan en la capital española, aquella en la que siempre soñé vivir cuando era adolescente y donde resido ahora desde hace una década? No es porque no me guste Madrid o porque ya no me aburra en verano. Tengo menos amigos que nunca, tanto en mi Gijón como en la gran ciudad, y los que tengo casi ni los veo, pero hay algo de este hogar que ahora, que sé que tengo que dejar, echo ya de menos.


Busco explicaciones en la orografía, porque en Gijón no hay tantas cuestas; y estoy a 500 metros de la playa y a 100 de un campo verde donde mi perro pueda correr. El aire huele limpio y me encuentro a gente por la calle que conozco. Están mis padres, mi hermana y mis sobrinos. Mis amigos viven una vida más sencilla que parece atractiva. Podría tener coche… y un piso más grande por menos dinero.

Pero la niña de 18 años que no podía soportar las miradas, que sentía que no encajaba, que quería más gente y más variada, más posibilidades y que tenía una alergia terrible al clima asturiano (y esto es literal y no figurado)… esa Marina sigue existiendo, aunque ahora tenga 28. Y querrá volver, lo hará, pero siguiendo el plan establecido. Volverá cuando se canse de subir por la escalera, luchar y aguantar, y esté dispuesta a simplemente vivir.

Sobre todo porque, siendo racional, el problema no es Madrid. Llaman la ciudad que nunca duerme a Nueva York, pero yo he estado en Times Square a las 3 de la mañana y nunca he visto Callao así de vacío antes de la pandemia. Nuestra pequeña capital no descansa, te puedes ir al súper cualquier día a casi cualquier hora; hacerte las uñas sin cita; comprarte un trapito en cientos de tiendas; encontrar trabajo de la cosa más random y hablar con quien sea. Nadie te mira de lado por llevar algo que no esté a la moda de Inditex ni tienes que llevar las gafas mojadas por la lluvia durante todo el invierno. 

Madrid es, por el momento, mi relación más larga, y estoy dispuesta a seguir tirando por nuestro amor. Me he comprometido con ella al comprarme un piso en sus calles y estoy contenta por vivir allí. Pero, ¿por qué me pesa el volver? ¿Por qué les pasa lo mismo a tantos amigos con los que he comentado este tema? Sinceramente, no lo sé. Pienso que es el fantasma de otra vida que nos pesa.



A veces me gusta pensar en el multiverso (“Marina, se te ha ido la olla”, pensaréis, pero quedaos conmigo que voy a algún sitio) y en cómo mi línea temporal se partió en dos cuando a los dieciocho tomé la decisión de marcharme a Madrid a estudiar periodismo. Realmente hacía años que tenía claro que daría ese paso, pero siempre tuve presente la posibilidad de quedarme y estudiar una carrera como historia o comercio y marketing. Quedarme con mi novio de ese momento, que también iba a estudiar en Gijón, y poner en un segundo plano el sueño de la vida madrileña. Entonces pienso en que al cumplir la mayoría de edad Marina se partió en dos: una se quedó y otra se marchó. Perseguían vidas diferentes, pero las dos eran reales. En el universo en el que yo vivo encontró su camino, es periodista y sigue avanzando etapas en una carrera consigo misma. Pero el espacio-tiempo se dobla cuando, durante un mes de verano, vive la vida que le habría tocado si hubiera decidido otra cosa.

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